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Se trata de uno de los mejores retratos femeninos de cuerpo entero del periodo más intensamente romántico de su autor, sólo equiparable al de Leocadia Zamora (colección particular), dos años posterior. La postura de la dama, sentada en una silla ante un mirador, con las manos juntas sobre el regazo y un pañuelo bajo una de ellas y con un pie apoyado en un cojín bordado, tiene un precedente en el retrato, diez años anterior, de María Manuela Kirkpatrick, condesa de Montijo (Fundación Casa de Alba, Palacio de las Dueñas, Sevilla). Con todo, en los diez años transcurridos el artista había progresado notoriamente en su pintura. Las calidades del vestido de terciopelo granate, de sus aguas y pliegues, que realzan la blanca nitidez del escote y de los brazos, la suavidad del modelado delicadamente torneado de estos, la elegancia de la disposición de las manos, la belleza de las transparencia de los encajes, realizados con una pincelada de certera grafía, lo mismo que la ejecución del brazalete y el aderezo de perlas y del broche con pinjante en el escote, revelan una interpretación sutilmente estilizada del retrato de Gran Estilo, apropiada para mostrar la condición del máximo relieve entre la burguesía adinerada de Madrid, de la retratada. Aún se ennoblece en mayor medida por el cortinaje y por la arquitectura del belvedere serliano que expresan la jerarquía y alta cultura de la dama, en tanto que el fondo del parque pintoresco con una laguna rodeada de árboles se relaciona con la naturalidad de su carácter. En esta interpretación, especialmente en el paisaje de atardecer, es notoria la sugestión británica, que atestigua el conocimiento por Federico de Madrazo de aquella escuela, así como su inteligencia para emplearlo en esta ocasión con toda propiedad, dada la proveniencia de la dama y de su marido (Texto extractado de Barón, J. en: Memoria de Actividades 2014, Museo Nacional del Prado, 2015, pp. 50-53). |